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Tarde de miércoles, gente alentando por su equipo, un grupo de pequeños futbolistas coreando un campeonato en el medio de la cancha y fiesta, bombos, canciones... una espectacular hinchada poniéndole el mejor sonido a la previa de un partido de fútbol, jugadores entrenando, periodistas informando, la policía trabajando... un marco ideal, hasta ese momento, a la espera de la salida de los dos equipos que se jugarían el campeonato de fútbol de la región. Y el recibimiento! Sin palabras... una verdadera fiesta, sana... hasta ese entonces. Pitazo inicial y comienzo de un cotejó que por unos minutos se mantuvo tranquilo, y más aún cuando el equipo local marcó dos tantos que lo coronaban como el nuevo campeón de la zona. Pero el fútbol tiene esas cosas inexplicables, pero lindas, esas circunstancias que hacen que nada esté dicho hasta que el árbitro pite el final del encuentro. Los visitantes, con menos gente alentando a su favor, pero con más ganas de jugar que cualquier otro, llegó al empate y la historia dio un giro de 180°. A partir de ese momento, el líder era otro, el que iba a levantar la copa era otro... el que iba a festejar una vez más, era otro. Y la impotencia, el sentimiento de derrota (tan inexplicable en tantas personas que piensan que se acaba el mundo cuando tropiezan), esa sensación que muchas veces hace que el hincha se sienta omnipotente, que piense que si no gana por las buenas, tiene que ganar por las malas hizo que lo que debería haber sido una fiesta se tornara en un verdadero duelo. El marco cambió en apenas unos minutos y se convirtió en algo casi imposible de explicar con palabras. En la cancha, los jugadores, los “profesionales”, los que tienen que predicar con el ejemplo, esos mismos que se quejan, se enojan y patalean “como chicos cuando nadie les hace caso”, fueron el detonante de lo que estaba a punto de suceder. El árbitro y sus colaboradores (que es necesario aclarar que no colaboraron demasiado) ayudaron a que el clima poco a poco se enardeciera. En fin, veintidós (o tal vez más) inadaptados que dicen llamarse “futbolistas” comenzaron una gresca tremenda. Piñas, patadas, corridas, cuerpos entrelazados como si dependiera de una copa... de una vuelta... su propia vida, fue el puntapié inicial de otro partido. En la tribuna local los pocos que quedaron fueron las peores víctimas. Mujeres, ancianos y niños, que sin entender lo que sucedía fueron los blancos perfectos de balas de goma arrojadas por “nuestros servidores”, por los que dicen “velar por nuestra seguridad”. Si, los mismos que dejaron que los jugadores transformasen la cancha en un ring de boxeo, los mismos que dejaron que los “grandes y orgullosos hinchas de Unión” ingresaran al campo y destruyeran sus propias instalaciones en la búsqueda de los “responsables intelectuales del crimen fatal de perder un campeonato”, los mismos que supusieron que la violencia se frena con más violencia. Allí, en una tribuna que en algún momento se vivió una fiesta, en donde nenes de no más de diez años festejaban un campeonato, allí poco después no se escucharon cánticos, sino llantos, de criaturas que se tapaban los oídos con cada disparo de la policía. ¿Qué haremos de vos querido fútbol? Lo que es aún peor... ¿qué haremos de nosotros mismos?, ¿qué nos espera si por un simple juego peleamos como caníbales, si un simple partido nos convierte en bárbaros incontrolables?... ¿Si no nos respetamos, qué nos queda entonces?, es la respuesta es sencilla, no nos queda nada. Y que quede en claro que en los nombres de Unión y Real, quedan reflejados tantos otros que dañan la convivencia, que ahuyentan a la gente de las canchas, que hacen que seamos reconocidos por violentos y no por talentosos. ¿Quién ganó? Poco nos importa... si en realidad, perdimos todos.
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